Tal
como había predicho Jacob, todos estaban levantados cuando llegamos.
También acertó al vaticinar que Charlie podría estar mosqueado. Lo
supimos en cuanto entramos y respondió a nuestro saludo con una
especie de gruñido y el entrecejo profundamente arrugado.
—Ya
era hora de que la trajeras a casa, ¿no crees? -se quejó a Jacob-.
No eres el único que quiere estar con ella.
—Lo
siento, abu. No te enfades -me senté en sus rodillas y le di un beso
en la mejilla-. En realidad ha sido culpa mía. Nunca había estado
en la ciudad y había muchas cosas que ver.
—¡Ah!
En ese caso, mis disculpas, Jake.
—Disculpas
aceptadas -le contestó él dándole una palmada en el hombro.
Después
de comer todos juntos, o al menos todos los que podíamos comer, y
de saldar ciertas cuentas pendientes, como la carrera que me traía
entre manos con Embry, y la cual gané sobradamente para su fastidio
y el divertimento de los demás, llegó el momento de las despedidas.
Los primeros en marcharse fueron nuestros amigos de Denali.
—Ya
sabéis que podéis contar con nosotros para cualquier cosa -ofreció
Eleazar-. Estaremos ahí siempre que nos necesitéis.
El
abuelo Charlie y el resto se marcharon cuando ya estaba anocheciendo.
Les acompañamos al aeropuerto y allí nos despedimos de ellos, una
tarea bastante complicada para mi madre y, sobre todo, para mí. Me
pasé toda esa tarde con Jacob, aprovechando y sacándole partido a
cada segundo, intentando convencerme de lo que yo misma le había
estado diciendo a él: que sólo serían unas semanas. Pero decirlo
era infinitamente más fácil que hacerlo. En el aeropuerto tuve que
esforzarme lo indecible por controlar mis lágrimas. Me repetía que
volveríamos a vernos muy pronto, que todo iría bien. Esta vez, la
separación era muy diferente a la anterior.
—Te
amo -me susurró al oído.
Era
consciente del error tan tremendo que cometería si le besaba. Sabía
que no iba a poder dominar mis impulsos y que acabaría
avergonzándome delante de todos. Así que me limité a abrazarle,
apretándome tanto contra él que parecía querer grabar cada uno de
sus músculos en mi piel. Su calor se traspasó a mí de tal forma
que aún lo sentía mucho después de que hubiese desaparecido tras
la puerta de embarque.
Otra
despedida emotiva fue la de Leah y Nahuel. Era impresionante ver como
ella había pasado de aborrecer a los vampiros a estar completamente
atada a uno de ellos, aunque sólo fuese en parte. La imprimación,
algo que no estaba segura de poder llegar a comprender, había vuelto
a hacer de las suyas, obrando un nuevo milagro. Al igual que Jacob y
yo, tampoco ellos se habían separados en todo el día, provocando
por ello multitud de bromas hacia Leah con respecto a su olor. Nahuel
había prometido marcharse a cualquier sitio con ella después de
hablarlo con su tía. Era estupendo verla tan feliz.
Nahuel
fue el último en marcharse. Lo hizo también en avión a pesar de
que en un principio se negaba a hacerlo al no disponer de dinero para
comprar el billete ni aceptar que se lo costeasen. Fue Esme, como no
podía ser de otro modo, quien consiguió convencerle. Era imposible
negarse a nada que ella te pidiera con su característica dulzura.
Mientras le veía alejarse por la terminal, no pude evitar
preguntarme qué habría pasado si aquel día Jacob y Leah no
hubiesen aparecido… Supongo que la imprimación nos habría acabado
separando de todos modos.
Mis
días se sumergieron en una tediosa rutina, como si tuviese pulsado
el botón de repetir.
Por la mañana me levantaba y salía de caza. Cuando volvía,
acompañaba a Esme a Fairbanks a hacer la compra diaria. Yo era la
única que consumía lo que se compraba, así que yo era la encargada
de elegir los productos. Después de comer, mi padre me impartía
clases. Estaba empeñado en que mis conocimientos debían estar a la
altura de los de un alumno de último curso de instituto. Y lo cierto
es que no podía quejarse. Me encantaba aprender cosas nuevas y me
esforzaba al máximo por memorizar cada una de sus enseñanzas.
Anhelaba el momento en el que pudiésemos asistir a clase, pero él
mantenía que aún era demasiado pronto.
—Te
acabarás cansando, ya lo verás -esa era la forma de rematar su
negativa y de provocarme, a la vez, una enorme frustración.
Tras
el estudio solía salir a pasear por los alrededores, aprovechando
esos escasos momentos de soledad para hablar con Jacob por teléfono.
Charlábamos al menos dos o tres horas cada día, la mayoría de
veces sobre trivialidades. Con poder oir nuestras voces teníamos más
que suficiente.
Pero
lo peor llegaba cuando el día tocaba a su fin y llegaba la hora de
irse a dormir. La pesadilla comenzó a repetirse cada noche. Solía
comenzar de diferentes maneras, pero siempre era el mismo desenlace y
la misma angustia al despertar. Traté de disimularlo lo mejor que
pude para no volver a armar jaleo, y es probable que hubiese podido
ocultarlo de en una situación normal y con una familia corriente.
Pero no era mi caso. Así que mi padre acudía cada noche a
consolarme cuando veía que se aproximaba la crisis que proseguía al
final de la pesadilla. Lo hacía en secreto y sirviéndose de un
amplio arsenal de excusas para no preocupar al resto, pero mi madre
acabó dándose cuenta. Sospechando que algo estaba ocurriendo, una
noche le siguió y llegó a mi cuarto justo cuando yo me estaba
despertando y ahogaba mis gritos contra el pecho de mi padre.
Me
negaba a contárselo a Jacob. Ya lo estaba pasando suficientemente
mal con la distancia que nos separaba, como para encima añadirle
otra preocupación.
Entre
mis padres y yo decidimos que lo mejor que podía hacer era
distraerme, por lo que empezamos a buscar distintas formas de
mantener mi mente ocupada. Amplié mis horas de estudio, aumenté las
salidas de caza… Pero nada.
Una
tarde se me ocurrió pedirle a Emmett que empezásemos con mis clases
de conducción. Nos subimos al Volvo de mi padre pues, según dijo,
era más seguro y fácil de manejar. Entré y me senté en el asiento
del conductor y él hizo lo mismo en el de copiloto. Nada más
sentarse comenzó a explicarme la localización y el modo de empleo
de cada uno de los pedales, botones y palancas.
—¿Estás
listas? -asentí con indecisión-. Bien. Pues, cuando quieras,
introduce la llave en la ranura, pisa el pedal de embrague, el de tu
izquierda, y gira el contacto.
Con
el pulso tembloroso, hice lo que me dijo y el coche arrancó con
suavidad.
—¿Así?
—Perfecto,
Nessie. Ahora levanta poco a poco el pie del embrague mientras pisas
el acelerador y mete la primera marcha tal y como te expliqué.
A
pesar de que obedecí sus instrucciones al pie de la letra, el coche
dio un par de acometidas y se detuvo. Miré a mi tío preguntándome
qué era lo que había hecho mal.
—Tienes
que soltar el embrague más lentamente. Venga, tranquila. Inténtalo
de nuevo. Ya verás cómo ahora te sale.
Volví
a repetir los mismos pasos y, tras meter la marcha, comenzamos a
movernos hacia adelante.
—¡Genial,
enana! Ahora sólo tienes que centrarte y no salirte del camino. Lo
estás haciendo realmente bien.
Sus
ánimos me venían de maravilla para calmar los nervios. No ocurría
lo mismo si miraba por el espejo retrovisor, donde se veía al resto
de mi familia observándonos desde la cristalera.
Cuando
tuve controlado el arranque y el manejo de la dirección, me explicó
el funcionamiento y la utilidad de cada una de las marchas.
—Meterlas
está tirado. Sólo tienes que fijarte en los dibujos de la palanca y
saber cuándo usarlas. Cuanto menor es la marcha, más potencia y
menos velocidad. Es decir, que cuanto más deprisa quieras ir, mayor
tiene que ser la marcha que utilices, ¿lo pillas?
—Pillado.
Emmett
era un magnífico profesor y conducir me resultó muchísimo más
sencillo de lo que me temía e infinitamente más divertido. En sólo
dos días me atreví a ir a la ciudad con mi propio coche y con él a
mi lado, y una semana más tarde me atreví a ir sola. Cambié mis
caminatas por el bosque por interminables viajes en coche. Me
dedicaba a dar vueltas por los alrededores de Fairbanks, ya que a mis
padres no les agradaba que me alejase demasiado a pesar de que Emmett
les había asegurado cientos de veces que mi conducción era perfecta
y que no corría ningún peligro.
Pero
ni siquiera esta nueva experiencia consiguió hacer desaparecer las
pesadillas o, mejor dicho, la
pesadilla.
Ya no se me ocurría ninguna otra forma de distraerme. Intenté
convencer a mis padres de que quizá me vendría bien empezar el
instituto, pero ellos descartaron completamente esa opción.
La
situación acabó haciendo mella en mi estado de ánimo y hasta Jacob
se dio cuenta de que algo no iba bien. Le convencí como pude de que
sólo estaba pasando por una mala racha y que me encontraba algo
decaída. Por suerte, él lo achacó a su ausencia y no le dio más
vueltas, pero incrementó la frecuencia de sus llamadas.
Una
noche, mientras me daba las buenas noches, mi madre me propuso una
nueva distracción.
—¿Por
qué no usas los billetes que te regalamos de cumpleaños y te vas
unos días a Forks? -me quedé boquiabierta-. Al abuelo Charlie le
haría mucha ilusión y apuesto que a Jacob le darías una sorpresa
enorme.
—¿A
Forks? ¿Hablas en serio? -la voz me salió demasiado aguda a causa
de la emoción-. Pensé que no queríais que me alejase de aquí.
Mi
padre, que hasta ese momento había estado de pie junto a la puerta,
se acercó a mí esbozando una sonrisa y me acarició el pelo.
—Claro
que hablamos en serio -me dijo-. Seguro que te viene bien pasar unos
días allí. Además, confío en Jacob y sé que sabrá cuidar de ti.
Me
incorporé para poder abrazarles.
—¡Gracias,
gracias, gracias! -repetí eufórica.
No
estaba segura de si esa iba a ser o no la solución definitiva, pero
no iba a discutir sobre ello. Funcionase o no, no iba a perder la
oportunidad de poder estar de nuevo junto a Jake.
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