Cuando
los taxis se detuvieron frente a la que iba a ser nuestra nueva cosa,
me quedé helada. Era una réplica exacta de la que teníamos en
Forks, con la única diferencia de que ésta tenía las paredes
exteriores de madera. Así que a eso se debían los continuos viajes
de Carlisle. Había estado comprobando que la casa se estuviese
construyendo tal y como él quería.
Mi
padre me ayudó a trasladar mi equipaje hasta mi nueva habitación.
Todo el interior era idéntico. El amplio salón con sus sillones
blancos, la enorme escalera de caracol, la elegante decoración…
Hasta los cuadros, las alfombras y las cortinas parecían haber sido
clonados. También mi cuarto, como ya imaginaba, era exactamente
igual que el anterior hasta en el más mínimo detalle. Sobra
mencionar que también se encontraba en el mismo lugar. Tercer piso,
última habitación del pasillo.
—Queríamos
que el cambio resultara lo más fácil posible para ti -me dijo mi
padre cuando entramos-. Y al menos mientras estés en casa, será
como si nada hubiese cambiado.
Precisamente
ahí radicaba el problema. Todo habría sido más fácil si todo
hubiera sido diferente. Le abracé como modo de agradecimiento
mientras intentaba desterrar ese pensamiento.
—Podemos
reformar tu cuarto si eso va a hacer que te sientas mejor.
Era
de esperar que mi intento fracasaría. Forcé una sonrisa y recorrí
la estancia con los ojos tratando de parecer satisfecha.
—No,
está bien así, de verdad. Me resulta todo más… familiar. Al
menos no tendré que preocuparme de dónde está cada cosa.
—Nessie,
sólo queremos lo mejor para ti.
—Lo
mejor para mí es estar donde estéis vosotros.
Volvió
a abrazarme.
—¿Por
qué no te echas un rato y descansas? Seguro que te levantas de mejor
humor.
—Sí,
creo que me vendría bien dormir un poco.
Cuando
me quedé sola, apilé mi equipaje en una esquina y me tumbé en la
cama sobre la colcha. Volví a observarlo todo. Era como si realmente
siguiese en Forks.
Di
cientos de vueltas intentando conciliar el sueño. Al final volví a
levantarme y opté por ponerme a deshacer la maleta. Me tomé mi
tiempo para ordenar cada prenda, primero por temporada y luego por
colores. Hice lo mismo con mis libros y discos, los cuales ordené
por preferencia y después por orden alfabético, así como con el
resto de mis pertenencias. No había querido traer ninguna foto. Ya
tenía bastante con lo que mi cerebro me mostraba. No necesitaba, ni
quería, ningún otro modo de recordar y, por tanto, de sufrir.
Al
ir a guardar uno de mis múltiples bolsos, algo cayó al suelo. Me
agaché para recogerlo y sentí como si me hubiesen pateado el
estómago cuando reconocí la pequeña pulsera que Jacob me regaló
en mis primeras Navidades.
Y
todo volvió a empezar de nuevo. Las puñaladas, el llanto, los
temblores… Sobreponerme no iba a ser fácil ni de lejos.
Traté
de serenarme todo lo que pude y, cuando estuve más o menos
tranquila, guardé la pulsera en uno de los cajones del tocador y
decidí salir a dar una vuelta por los alrededores para conocer la
zona y, de paso, despejarme.
En
el piso de abajo, todo el mundo seguía desembalando y ordenando. Con
el tono de voz más calmado que logré poner, les informé de mis
planes. Sus voces se entremezclaron en un enredo de consejos, pero
sólo mi madre levantó la vista. Su mirada estaba vacía y en su
rostro se atisbaba una profunda tristeza. Con la barbilla temblorosa
salí de allí preguntándome si su tristeza sería por mí o por él.
Prefería no conocer la respuesta.
En
el exterior descubrí que pasaba un riachuelo justo frente a la casa
y que había incluso un puente de piedra que tenía que cruzarse para
acceder a ella. No me había fijado en nada de eso cuando llegamos.
Un espeso bosque de abetos y tejos primitivos se extendía por los
alrededores. Me interné en él olfateando las posibles presas a las
que tendríamos que dar caza para saciar nuestra sed. Me llegó con
claridad el aroma y los latidos de una pequeña manada de renos.
Incluso mi dieta iba a permanecer prácticamente intacta.
Sentada
entre la maleza, con los cincos sentidos puestos en todo lo que me
rodeaba, perdí la noción del tiempo. Cuando pude recuperar la
consciencia, la oscuridad estaba adueñándose de todo. A lo lejos se
oía el sordo murmullo de la ciudad. El resto era silencio. Silencio,
oscuridad y una completa soledad. No me habría importado quedarme
allí toda la vida de no ser por mi familia. Ellos no debían pagar
por mis frustraciones. Y mi desaparición sólo acarrearía un
problema más. Además, sería absurdo. En cuanto viesen que no
volvía, todos saldrían a buscarme y no les llevaría más que unos
minutos encontrarme.
Durante
el camino de vuelta comprobé que estaba más lejos de lo que
pensaba. Aceleré el paso pero aun así, cuando llegué era noche
cerrada. Entré en casa aguardando la merecida bronca, pero nadie
dijo nada. Alice, Jasper, Rosalie y mi padre estaban charlando
animadamente. Emmett estaba viendo la tele, mi madre y Esme
trasteaban en la cocina y deduje que Carlisle debía de estar en su
despacho.
—Te
has perdido el show
enana
-se
carcajeó Emmett sin despegar los ojos de la pantalla-.
Tienes provisiones para, por lo menos, los dos próximos años.
Entré
en la cocina y comprendí a qué se refería. Las encimeras estaban
repletas de cestas y bandejas con todo tipo de frutas. Y al abrir la
nevera la encontré sobrecargada con infinidad de gelatinas de todos
los colores y sabores habidos y por haber, varios pasteles, casi
todos de chocolate, y al menos cinco tartas de queso. Y yo que
pensaba que estas cosas sólo pasaban en las películas…
—Creo
que han venido todos los habitantes de Fairbanks a darnos la
bienvenida -me explicó Esme aun sorprendida-. No sé qué vamos a
hacer con todo esto. ¿Crees que podrás con todo tú sola? -bromeó-.
Es una pena que no esté Jacob, con lo que a él le habría…
Enmudeció
y se mordió el labio inferior en cuanto se percató de mi expresión.
A pesar de tener los ojos anegados de lágrimas, pude ver a mi madre
mirarme de forma fugaz. Esme se acercó a mí y colocó su mano en mi
mejilla.
—Lo
siento, mi vida. De verdad. Soy una bocazas.
Puse
mi mano sobre la suya intentando trasmitirle tranquilidad, pero mi
mente se había quedado en blanco. No podía pensar en nada salvo en
él. Estaba bloqueada. Retiré rápidamente la mano y salí de la
cocina en dirección a mi cuarto. Quería dormir y no pensar en nada
durante unas horas. Pero sobre todo, quería estar sola para poder
desahogarme y quitarme de encima toda esa angustia que me estaba
asfixiando. Y así se lo hice saber a mi padre.
Antes
de entrar en mi habitación pasé por el cuarto de baño. Me miré en
el espejo. Tenía unas horribles ojeras causadas por la sed y la
falta de sueño. Pasé una mano por mi pelo intentando desenredarlo
con los dedos. E incluso ese estúpido y nimio gesto me recordó a
él. Siempre le había maravillado mi pelo. No podía ni sanearme las
puntas sin consultárselo primero. Podía pasarse horas con sus manos
perdidas en él. Al
menos había algo de mí que le gustaba de verdad, pensé.
Y ya estaba otra vez llorando. No podía ser. No quería nada que
pudiese recordármelo.
Abrí
el armario y cogí el bolso donde Rosalie guardaba sus utensilios de
peluquería. Saqué las tijeras, me coloqué de nuevo frente al
espejo y no lo dudé ni medio segundo. Los largos mechones comenzaron
a caer. Pronto todo el suelo estuvo cubierto por una alfombra de
pelo. Intenté hacerlo lo mejor que pude, pero la peluquería no era
lo mío. Me sequé las lágrimas para poder verme mejor. Me
sorprendió mi enorme parecido con Alice. Ahora tenía el pelo sólo
unos centímetros más largo que ella, cerca de la barbilla. Lo alisé
con los dedos. Recogí y limpié todo y me fui a acostar.
A
la mañana siguiente todos se quedaron boquiabiertos cuando me vieron
aparecer en el salón.
—¿Qué
has hecho? -me preguntó Rosalie llevándose una mano a la boca.
Mis
padres y Esme me observaban con los ojos dilatados, Carlisle y Jasper
intentaban aparentar normalidad. Sólo Alice y Emmett parecían
encantados con mi nuevo aspecto.
—Pues
yo pienso que le sienta genial -dijo ella con total sinceridad-. Pero
tienes que igualarle un poco las puntas, Rose.
—¡Cállate!
—explotó ésta mirándola como si se hubiese vuelto loca. Alice se
encogió de hombros y me sonrió acentuando aún más sus rasgos de
duende-. ¿Por qué lo has hecho?
—Necesitaba
un cambio -murmuré sin atreverme a mirarla.
—¿En
serio? ¿Necesitabas un cambio? ¡Pero es que…!
—Oye,
Rosa, no te pongas histérica -la interrumpió Emmett-. Sólo ha sido
un corte de pelo.
—¡No!
¡No ha sido sólo eso! -estaba realmente enfadada. Miró a mi padre
y luego volvió a fijar sus ojos en mí-. Ha sido por él.
No
era una pregunta. Todos paseaban sus ojos de ella a mí como si
estuviesen viendo un partido de tenis. Se acercó a mí y colocó
ambas manos en mis hombros. Tragó saliva e inspiró profundamente,
Supuse que para calmarse.
—¿Ha
sido por él?
Esta
vez sí percibí el tono interrogativo. Parecía haberse
tranquilizado, pero ahora era yo quien estaba repentinamente
cabreada. Me quité sus manos de encima y la miré con furia.
—¿¡Y
eso qué más da!? -grité-. ¿Qué diablos importa ya? ¿Qué
importa lo que haga por él? Él no está. ¡No está!
Miré
a mi madre cuando pronuncié esa última frase, pero ella miraba al
suelo con gesto ausente.
—¡Cálmate!
-me pidió mi padre acercándose a mí. Yo me aparté impidiéndole
tocarme-. No pasa nada. El pelo crece y…
—¡Me
importa un comino mi pelo! -empecé a notar como una repentina
sensación de paz me invadía y luché para intentar sacudírmela de
encima-. ¡Para ya, Jasper!
Él
frunció los labios cuando le miré y la paz se evaporó. Moví la
cabeza y salí de casa alcanzando una velocidad que nunca antes había
logrado.
Me
adentré en el bosque y corrí sin parar hasta llegar al mismo lugar
donde había estado la tarde anterior. El arbusto sobre el que había
estado sentada aún estaba doblado, por lo que me tumbé en el suelo
y apoyé la cabeza en unas ramas cubiertas de múltiples hojas,
colocadas de tal forma que se adaptaban perfectamente a su contorno.
Recogí las piernas y las apreté contra el pecho, abrazándolas con
fuerza, y di rienda suelta a mis emociones. Los recuerdos y el dolor
causado por éstos me golpeaban sin piedad, atenazando cada uno de
mis músculos y dificultándome la respiración.
En
algún momento debí de perder la consciencia o de quedarme dormida.
No sé cuántas horas permanecí en ese estado. Sólo sé que cuando
volví a abrir los ojos estaba en mi cama y era de noche… O quizá
es que la persiana estaba bajada.
Las
semanas pasaban y mi estado de ánimo seguía sin mejorar. Me
recordaba a la descripción que hizo mi madre de sí misma cuando mi
padre desapareció de su vida. Al igual que ella, yo también me
arrastraba de un lugar a otro sin molestarme casi ni en levantar los
pies del suelo. Como si fuese el fantasma de un fantasma. No me
apetecía hacer nada y no había nada que me alegrase.
Además,
había otra cosa que me aplomaba aún más. Me avergonzaba y me
apenaba a partes iguales mi comportamiento hacia mi familia. Ellos no
se merecían cargar con mi mal humor. Y cómo este era inevitable,
intentaba pasar sola el mayor tiempo posible.
A
mi ya depresiva situación se le unía el tener que ver cómo se
habían deteriorado las cosas entre mi madre y yo. Desde nuestra
llegada a Fairbanks, ella seguía refugiada en su propia tristeza y
apenas me dirigía la palabra. Yo prácticamente ni la miraba. Cada
vez que lo hacía era como si sobre su cabeza llevase un enorme
letrero luminoso recordándome que era a ella a quien quería Jacob.
Sabía de sobra que no era culpa suya, que la única persona que
había provocado todo esto era él y que mi madre era tan víctima
como yo. Pero no lo podía evitar. Esta vez mi conducta egoísta no
tenía excusas.
Obviamente,
quien peor lo estaba pasando con todo esto era mi padre. Intentó por
todos los medios solucionar la situación. Pero nada de lo que hacía
servía de mucho. Yo me planteaba cada noche cambiar de actitud, pero
al día siguiente volvía a ser incapaz de enfrentarme a ella.
Una
de esas noches mi padre entró en mi habitación, como de costumbre.
Lo que no fue como lo acostumbrado es que, en lugar de tumbarse a mi
lado, permaneció de pie y en silencio. Sólo fueron unos segundos,
pero a mí me parecieron horas. Finalmente hizo algo que me
sorprendió tanto como me asustó. Con paso firme se dirigió al baúl
de madera. Lo abrió y sacó de allí mi desgastada mochila de cuero.
Se acercó a mi lado y la depositó sobre mi regazo. No supe cómo
reaccionar. Había sido descubierta y ya sólo me quedaba esperar la
más que merecida regañina.
—No
apoyo esto en absoluto -empezó a decir. Parecía contrariado-. Lo
que has hecho no está bien. Pero está aún peor el modo en el que
se están desarrollando los acontecimientos. Nessie, tu madre lo está
pasando casi peor que tú -sonreí con sarcasmo. ¿Acaso era posible
q eso fuera cierto? Sinceramente, lo dudaba-. No seas egoísta, por
favor. Créeme. Está tan desbordada por todo esto como tú. Es
probable que incluso más -quise protestar, pero se sentó a mi lado
y colocó su dedo índice sobre mis labios-. Deja que te lo explique,
¿sí? Ella sabe algo que prometió no contarte. Y ahora se está
debatiendo entre mantener su promesa o recuperarte.
—¿Recuperarme?
-pregunté extrañada.
—Ella
piensa que te ha perdido. Y sinceramente, eso es lo que parece.
—¡Pero
eso es estúpido! No me ha perdido. Es sólo que yo… Yo no sé
cómo…
Las
lágrimas me impidieron hablar por enésima vez. Me sentía
horriblemente culpable. Lo único que sabía hacer en los últimos
tiempos era daño. Daño y más daño. Mi padre retomó su tradición
y, dejando la mochila en el suelo, se tumbó a mi lado y me acunó.
Ya había descubierto los diarios, con lo cual ya no tenía nada que
perder. Apreté mi mano contra su marmóreo brazo y le mostré lo que
había leído y todo lo que había acarreado dicha lectura. Cuando
terminé, él se incorporó hasta quedar sentado conmigo entre sus
brazos e inclinó la cabeza hasta que nuestros ojos estuvieron a la
misma altura.
—Insisto
en que no voy a defender que hayas leído los diarios de tu madre. Es
algo que no deberías haber hecho. Aunque debo admitir que hemos
estado ocultándote cosas que tendríamos que haberte revelado hace
mucho. Pero hija, has entendido las cosas mal -torcí
el gesto. Eso ya lo había oído. Y le encontraba tanto sentido ahora
como la primera vez que me lo dijo-.
Al igual que tu madre, yo también prometí no contarte nada. Y no
voy a romper mi promesa, pero -esbozó una sonrisa-…
¿Recuerdas cuando te pedí que no te parases ahí,
que siguieras avanzando?
En ese momento no me comprendiste, pero…
—Te
referías a los diarios.
En
cuanto terminé su frase me sentí como una idiota. ¿Cómo había
podido creer que mi padre no iba a descubrir lo que me traía entre
manos? Aunque fuera de forma inconsciente, los diarios siempre habían
estado en mi cabeza. Era sólo cuestión de tiempo que me pillase.
—¿Estás
pidiéndome que siga leyendo?
—Exactamente
eso -le miré con incredulidad y no muy convencida de haberle
entendido bien-. No te preocupes, los dos vamos a salir bien de esto.
Yo mantendré mi promesa intacta y tú… -su preciosa sonrisa
traviesa se ensanchó logrando convencerme-. Bueno. Ya lo sabrás.
Me
besó en la frente y se levantó. Pero algo me inquietaba aún.
—Oye,
papá…
—Tranquila.
Tu madre no sabe nada y no voy a decírselo. Ahora duérmete y
descansa. Mañana tienes cosas que hacer.
En
cuanto cerró la puerta cogí la mochila. Le oí reírse en el
pasillo. Debería haber sabido que no iba a dormirme después de lo
que me acababa de decir.
Cogí
el tercer libro y lo examiné detenidamente. Pasé las páginas muy
despacio hasta llegar hasta donde lo había dejado. La parte de la
“imprimación”.
Un
escalofrío sacudió mi cuerpo cuando recordé aquel día. Muchas
cosas habían cambiado desde entonces. Después de pensármelo un
instante, comencé a leer.
Las
náuseas me obligaban a pararme cada vez que aparecía su nombre.
Leí
lo de la inquietante ola de asesinatos y desapariciones en Seattle y
cómo mi madre logró relacionar al asesino con quien había entrado
en su cuarto y se había llevado parte de su ropa. Era de esperar que
la identidad de éste no fuera otra que la de Victoria, que estaba
reuniendo un numeroso grupo de neófitos para enfrentarse a mi
familia y poder acabar con la vida de mi madre.
Jasper
trazó un plan en el que contó con la ayuda de los licántropos, y
ella tuvo que repartir su aroma por el bosque para guiar y confundir
a Victoria y sus secuaces.
La
noche anterior a la batalla que enfrentaría a mi familia y al
ejército de neófitos, la pasó en el interior de una tienda de
campaña junta a mi padre y a… él, compartiendo el saco de dormir
con este último para combatir el intenso frío del exterior.
Otra
arcada.
Hubo
otra discusión más entre él y mi padre y acabó por marcharse de
la tienda. Cuando estuvieron a solas, mis padres comenzaron a hablar
sobre los mejores momentos que habían pasado desde que se conocieron
y mencionaron el tema de su boda. Fuera se oyó un doloroso aullido y
mi madre comprendió que no estaban solos y que su mejor amigo –e
imprimado- había estado escuchando toda la conversación. Él huyó
y ella le pidió a mi padre que fuese a buscarle. Necesitaba
disculparse. Cuando regresó estuvieron hablando y…
Lo
que leí a continuación se encargó de asestarme la última puñalada
mortal.
¿Por
qué mi padre quería que leyese esto? ¿Qué ganaba él haciéndome
saber que mi madre también le amaba? ¿Es que todo el mundo estaba
empeñado en hacerme sufrir?
Desbordada
por la angustia, no pude reprimir un grito de dolor mientras arrojaba
el libro con todas mis fuerzas. Éste fue a chocar contra el armario,
haciendo que el espejo de la puerta saltase por los aires en mil
trocitos.
¡Hala!
Siete años más de mala suerte. Como si no tuviese ya suficiente.
Un
instante después tenía a mi padre en la habitación. En menos de un
segundo logró esconder los diarios, incluido el que yo había
tirado, y correr a consolarme. Justo en el momento en que llegó
junto a mí, todos los demás miembros de mi familia acudieron para
ver qué había ocurrido.
Mi
madre me observaba desde la puerta. De no haber sido un vampiro,
estoy segura de que se habría desmayado. Mi padre siguió la
trayectoria de mi mirada.
—Sacad
a Bella de aquí y marchaos.
Todos
fueron saliendo mientras yo volvía a sollozar y a intentar
deshacerme de sus brazos.
—Nessie,
por favor, escúchame. Has vuelto a equivocarte. No te has…
—Déjame
sola -le imploré-. Vete y llévate los malditos diarios.
—Hija,
escúchame.
—¡No!
¡Vete! Por favor, vete y llévatelos. No necesito saber nada más.
No quiero saber nada más.
Finalmente
me soltó. Abrió la puerta destrozada del armario y cogió la
mochila. Me miró unos segundos con una desgarradora tristeza antes
de salir y cerrar.
Pasé
la noche en vela, llorando y suplicándole al olvido que se lo
llevase consigo, que le hiciese desaparecer.
Mi
estado pasó del depresivo al prácticamente catatónico. No hablaba
con nadie, apenas comía, apenas dormía… Sólo podía llorar.
Siempre intentaba que no me viesen, por lo que me pasaba el día
perdida en el bosque, independientemente de si llovía o hacía sol.
Ni siquiera las bromas de Emmett, con las que tanto me había reído
siempre, conseguían arrancarme una minúscula sonrisa.
Era
como si estuviese muerta en vida.
Mi
humor no mejoró ni con la visita de todo el clan de Denali, al que
se les había unido Garrett. Mi cumpleaños se acercaba y decidieron
quedarse para ayudar con los preparativos. Insistían en que una gran
fiesta me levantaría el ánimo.
Como
si fuese tan sencillo.
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